¿A dónde conduce la demonización de los políticos?  

Congreso de los Diputados. / RR SS
Congreso de los Diputados. / RR SS

Ese comportamiento lleva a los escraches de grupos de activistas, a operaciones como la de “rodead al Congreso”, idéntica a la de los chavistas que han irrumpido a empellones en el Parlamento venezolano, y a preferir el movimiento asambleario al voto en las urnas. 

¿A dónde conduce la demonización de los políticos?  

Uno de los éxitos de Donald Trump respecto a sus votantes es el de presentarse como un hombre de la calle, a pesar de ser millonario, como una persona más, indignada con los políticos profesionales, inmorales, corruptos e ineficaces, según él. Por eso apela a las bases del Partido Republicano contra unos dirigentes con los que está enfrentado.

¿Les suena? No es un discurso muy diferente en el fondo al de Pedro Sánchez y sus epígonos, buscando el apoyo de los militantes del PSOE frente a una dirección socialista que consideran vendida al PP y con comportamientos iguales al de sus presuntos rivales ideológicos.

Se trata de un proceso, recurrente en el tiempo, de demonización de la clase política y del llamamiento a la acción directa de los ciudadanos frente a la sedicente inoperancia de los políticos tradicionales.

Ese comportamiento lleva a los escraches de grupos de activistas, a operaciones como la de “rodead al Congreso”, idéntica a la de los chavistas que han irrumpido a empellones en el Parlamento venezolano, y a preferir el movimiento asambleario al voto en las urnas. 

Semejante descrédito buscado de los políticos y de la democracia representativa —con la inestimable colaboración de muchos de sus propios representantes, justo es decirlo— nunca ha llevado a nada bueno; ni siquiera a nada lógico. Para empezar, potencia instrumentos equívocos, como los referéndums, usados siempre por las dictaduras para legitimar sus decisiones más arbitrarias y pintorescas. Luego, da carta de naturaleza a argumentos demagógicos, como si se tratase de soluciones razonables. Por ejemplo, ante el riesgo de no poder mantener las percepciones por jubilación, circula por la red la petición de que se quiten, para poder garantizarlas, las pensiones vitalicias de los políticos, las cuales ni siquiera suponen el 0,01% de aquellas.

Se trata de una moda recurrente, insisto, para alcanzar el poder combinando la intimidación callejera con procesos electorales, que tan buen resultado le dio en su día a un Adolf Hitler quien, sin haber obtenido jamás mayoría absoluta, acabó prohibiendo cualquier política salvo la suya.

Y no se diga que exagero. Todo depende de que se reproduzcan o no unas circunstancias parecidas. Lo que en su día fue el hábil manejo de la radio, los mítines, los desplazamientos aéreos y la escenografía totalitaria (¿qué opinar de la de algunas diadas actuales?), hoy lo es el dominio de la televisión, los contertulios y las redes sociales. Todo, para acabar con los representantes democráticos que puedan razonar, argumentar y disentir. Lo importante para los demagogos no es enfrentarse lógicamente a una realidad compleja y difícil, sino presentar sin ningún análisis previo soluciones simples y directamente irrealizables.

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