La ceguera de la Justicia ha avivado un conflicto que comenzaba a reconducirse

Símbolos de la justicia. / Pixabay
Símbolos de la justicia. / Pixabay

Tal vez el Gobierno considere que la presión judicial extrema obrará en contra del secesionismo. Tenemos dudas pues por el momento está sirviendo para recuperar el frentismo.

La ceguera de la Justicia ha avivado un conflicto que comenzaba a reconducirse

Suele representarse a la Justicia, icónicamente, como  una dama que porta en una mano la espada y en la otra la balanza, con los ojos vendados. El significado es fácil de comprender lo que explica su presencia en muchas culturas. Todos iguales ante la ley, teóricamente, pues la venda impide distinguir a unos de otros. En la realidad todo es más complejo y por ello las cárceles están llenas de delincuentes de bajo nivel mientras los privilegiados se sustraen con mayor facilidad a sus responsabilidades, merced a un uso sabio aunque muy costoso, del procedimiento judicial. A eso le llamamos garantismo, un eufemismo como otro cualquiera.

Aún así, los famosos se han acostumbrado a una impunidad menor. Artistas, deportistas, ricos o políticos han conocido durante los últimos años el significado de la justicia ciega. De estos últimos, casi todos por corrupción, aunque otros, como el ministro Barrionuevo y su equipo ministerial, fueron condenados por delitos muy graves, como la organización del GAL o el secuestro de un ciudadano. Nada distinto de lo que acaba de acontecer con el cesado gobierno de la Generalitat. Con escasa gallardía, algunos de sus miembros han preferido la huida, comenzando por el propio Puigdemont. Es difícil reclamar sacrificios y al tiempo encabezar la escapada de las responsabilidades propias. La Justicia, en un auto muy duro, los califica de grupo organizado para la comisión de varios delitos, entre los que destaca la desobediencia reiterada a resoluciones judiciales.

Dicho esto, hay elementos complementarios que arrojan una luz distinta y más preocupante sobre lo ocurrido. En primer lugar por la celeridad. Ha sido el Fiscal General, autoridad nombrada por el Gobierno y cuya independencia es cuestionable por definición,  quien la ha exigido. Tanto la Audiencia Nacional como el Tribunal Supremo la han aceptado pero mientras éste ha dado una semana de plazo a los comparecientes para mejor preparación de su defensa, la citada Audiencia ha determinado en el acto el ingreso en prisión. En segundo lugar, por la motivación, pues si bien los presuntos delitos son de carácter público y sobre ellos se juzgará, el riesgo de fuga, de destrucción de pruebas o de reiteración en la conducta delictiva, parecen más discutibles. De hecho han acudido voluntariamente más de la mitad de los convocados, conociendo el riesgo. Además parece difícil que puedan destruir pruebas o continuar ejecutando actos ilícitos, toda vez que están cesados y desposeídos de cualquier atribución oficial. Hacerse fotos en una sala del Parlamento, del que forman parte, simulando estar constituidos en Gobierno, se parece más a una broma que a un acto del Ejecutivo.

Ambos hechos han alterado la normalidad que se estaba imponiendo en Cataluña, provocando manifestaciones y declaraciones, enturbiando el desarrollo de un proceso electoral ya iniciado y, probablemente influyendo en la decisión de voto. La ceguera de la Justicia, en este caso, ha avivado un conflicto que comenzaba a reconducirse.

Es posible que la secuencia de los hechos no sea casual sino provocada. Tal vez el Gobierno considere que la presión judicial extrema obrará en contra del secesionismo. Tenemos dudas pues por el momento está sirviendo para recuperar el frentismo. Por otra parte ya se conocen los primeros datos del impacto de la crisis en la economía de Cataluña, muy preocupantes tanto en empleo, como en caída del consumo o menores expectativas de negocio. Asuntos reales de los que se discute menos que de las abstracciones emocionales. Sin descuidar la dimensión emocional de las elecciones, que será cultivada a fondo por los secesionistas, los demás partidos deberían de explicar la incidencia de las políticas segregadoras o regresivas sobre la vida real de las personas. El nacionalismo catalán, como el vasco, están teñidos de clasismo apenas disimulado y de xenofobia latente, que deben de ser desenmascarados.

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