La historia de la financiación autonómica, vista desde Galicia

Sede de la Xunta de Galicia en San Caetano, en Santiago de Compostela.
Sede de la Xunta de Galicia en San Caetano, en Santiago de Compostela.

Los modelos de financiación autonómica vigentes en las últimas décadas estuvieron totalmente condicionados por las estrategias de las fuerzas políticas más determinantes en los diversos espacios territoriales.

La historia de la financiación autonómica, vista desde Galicia

En los más de treinta años de vigencia de los Estatutos de Autonomía elaborados y aprobados a partir del texto constitucional de 1978, la cuestión de la financiación de las comunidades autónomas ha sido objeto de una atención principal en los debates políticos y también en los análisis realizados desde los ámbitos académicos o en los medios de comunicación. Durante todo este período histórico hubo diversas respuestas a las dos cuestiones básicas que están en el corazón de la problemática de la financiación territorial: qué volumen de recursos debe proporcionar el sistema a las instituciones de autogobierno de las distintas Comunidades y cual debe ser el nivel de poder fiscal existente en cada uno de los entes territoriales.

Las propuestas y los debates tuvieron, desde el principio, tres factores limitantes: el contenido de la propia Constitución y de los Estatutos de Autonomía, el establecimiento de un mecanismo financiero específico -el denominado concierto económico- para el Pais Vasco y la Comunidad Foral de Navarra y la aprobación, en el año 1980, de la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA).

A lo largo de todos los años de historia de la financiación de las comunidades autónomas, cabe identificar tres vectores básicos que influyeron en la conformación de los distintos modelos que operaron en ese período:

a) Existencia de una confusión conceptual entre Estado y Administración central que alimentó la lógica discursiva de la pretendida restricción en el uso de recursos fiscales por parte de las comunidades autónomas  para no poner en riesgo el propio mantenimiento del Estado. Semejante confusión estaba conectada con una visión notoriamente centralizadora del desarrollo del marco constitucional y estatutario que sólo a partir de 1993 -con la pérdida de la mayoría absoluta del PSOE de Felipe González- comenzó a tener una corrección de tendencia autonomista.

b) Carencia de voluntad política en los diversos gobiernos que se sucedieron en la Administración del Estado para promover la elaboración de un mapa del coste de la prestación de servicios públicos en cada territorio a pesar de que la LOFCA exigía tal instrumento comparativo para asegurar el cumplimiento de su contenido. Tal ausencia imposibilitó, en la práctica, la utilización de criterios objetivos no contaminados por la correlación de fuerzas presente en el escenario político.

c) Inhibición de la mayoría de los gobiernos autónomos –con la lógica excepción del País Vasco y de la Comunidad Foral de Navarra– a la hora de reclamar una mayor dimensión del poder fiscal propio para no tener que asumir las consecuencias electorales de poseer más responsabilidades en la política tributaria.

Los modelos de financiación autonómica vigentes en las últimas décadas estuvieron totalmente condicionados por las estrategias de las fuerzas políticas más determinantes en los diversos espacios territoriales. Hasta 1993, la mayoría absoluta del PSOE provocó el mantenimiento de un perfil muy centralizado en la concreción de las características del modelo, sin contemplar siquiera márgenes mínimos de autonomía fiscal en favor de las instituciones de las comunidades autónomas. El papel singular de CiU en la configuración del mapa político resultante en el final del ciclo hegemónico del partido dirigido por Felipe González abrió la puerta a las cesiones territorializadas de ciertos tributos, primero del IRPF (el 15% en el año 1993, el 30% -y con capacidad normativa- en 1996) y después del IVA y de los Impuestos Especiales (a partir del año 2001).

A pesar de los cambios operados durante la década de los años 90, los sucesivos modelos contenían dos defectos decisivos desde el punto de vista de los resultados que provocaban en la Hacienda gallega.Por una parte, no garantizaban la provisión de recursos financieros suficientes para que las instituciones de autogobierno fueran capaces de prestar unos servicios públicos de calidad homologable al promedio del Estado. Y, además, consagraban un poder fiscal reducido, no compatible con el rango constitucional de nacionalidad histórica, e inferior a lo que conseguían otras comunidades por mor del tratamiento territorial simétrico en la fijación de los porcentajes de cesión de la cesta de tributos que provocó un resultado desigual en la capacidad de autofinanciamiento de las necesidades de gasto y en el nivel de autonomía fiscal efectiva de cada comunidad.

La nueva dinámica política existente en Catalunya y el notable distanciamiento con las posiciones dominantes en las instituciones del Estado abren interrogantes desconocidas en el ámbito de la financiación territorial. Si en el pasado reciente el papel singular desarrollado por la Generalitat provocaba, de facto, una negociación bilateral que se acompasaba con la discusión multilateral en el seno del Consejo de Política Fiscal y Financiera, ahora resulta más previsible la intensificación de ese factor diferencial. La no participación del gobierno de Puigdemont en la comisión de expertos que va a elaborar una primera propuesta certifica la inviabilidad de la aplicación de la vieja lógica negociadora. Sin la presencia de Euskadi y de la Comunidad Foral de Navarra (como consecuencia del sistema de concierto que rige en esos territorios), la eventual ausencia de las instituciones catalanas suscita serias dudas sobre la consistencia política de un hipotético acuerdo final en esta materia.

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