Reflexiones a partir de los aforismos del libro Perros en la playa, de Jordi Doce

Portada del libro Perros en la playa, de Jordi Doce.
Portada del libro Perros en la playa, de Jordi Doce.

Dos clases de escritores: el que ofrece a sus lectores lo que estos ya tienen; el que les ofrece lo que ni él mismo creía tener.

 

Reflexiones a partir de los aforismos del libro Perros en la playa, de Jordi Doce

No está solo. Le acompañan sus renuncias. Por mucho que te retires del mundo, estarás contigo mismo. Ante las puertas de tu interior, invadiéndote, acampa un pequeño universo. No puedes sentirte a ti mismo sino en relación con todo lo demás. El ruido del mundo te busca, puebla el silencio que habías dispuesto, transgrede tus deseos, trunca tu paz, enturbia tus purificaciones.

Escribir lo que importa, eso, lo que a nadie importa que escribas. Escribir es ahondar, es penetrar en un resquicio de nuestro mundo; a veces, tan íntimo que no se comprende; tan particular, que no se aprecian sus conexiones. Lo que importa es aquello que casi te explica, que hondamente te pregunta, y no aquello que los demás te inquieren, que es probablemente solo un reflejo de su celosa visión, un destello que proteja su ignorancia. Solo quien se vence llega hasta la verdadera hondura del otro.

El regreso es siempre a otro lugar. Como bien dijo Heráclito, no es posible bañarse dos veces en el mismo río. Volver es una tentación equívoca. El lugar del pasado nos parece un lugar seguro porque ya no tenemos que verlo desde la intemperie que se percibe desde dentro. El presente se define por su precaria estabilidad. Siempre fracasa quien intenta volver a un lugar hecho de su tiempo antiguo. Ese deseo nace de la nostalgia, que es de naturaleza engañosa. Brota de la llamada de un vacío estéril. En el viejo cruce de coordenadas que pretendemos no habita ya la impronta de nuestro ser pretérito.

Creemos conocer a alguien, pero es solo aquello que responde a nuestra presencia. El otro, ¿quién es? ¿Lo sabe él mismo? ¿O se contenta con una aproximación, con un explicable cúmulo de manifestaciones? El otro es como tú: un ser reactivo. Su rostro varía según lo que observa, sus gestos tiemblan de distinta manera. Se siente más fuerte o más débil. Ve espacios más o menos abiertos. El otro es un lugar concreto de la humanidad, una ubicación que se adapta a la orografía de las presencias.

Dos clases de escritores: el que ofrece a sus lectores lo que estos ya tienen; el que les ofrece lo que ni él mismo creía tener. La mejor escritura es aquella que nos descubre, que nos amplía. Escribir simplemente por dar algo por escrito, por obtener un producto que ofrecer, es rutina triste, tarea ajena. Es estéril darles a los demás solo lo que aceptan porque es suyo, porque les da la razón y no es un cuerpo extraño. Desnaturaliza el acto de escribir para lectores perezosos, encerrados en su mezquina redundancia. Mejor crear para uno mismo, primero, y después esperar que alcance a sensibilidades abiertas.

No me digas tan pronto que me comprendes. Déjame esforzarme, explicarme todavía un rato más. Preferimos ser atendidos a ser comprendidos. O bien nos gusta el puro acto de embrollarnos, de expandir nuestros argumentos por el placer ególatra de escuchar nuestra voz en su conseguida firmeza; o bien, queremos enmascararnos tras unas palabras que se esgrimen como confusión protectora. Ser desvelados totalmente resulta solo aceptable en la catástrofe de la previa rendición. La dificultad de ser intuidos nos salva de ser descubiertos en nuestra pueril sencillez. Lo que pudiera percibir el otro en nuestro silencio sería decepcionante. Cesar en las palabras es desarmarnos, despejar una evidencia que quisiéramos equivocada, que inhabilitaría nuestras palabras anteriores, haciendo que su eco revelara su encubrimiento.

El alivio, casi la alegría, de conocer y enumerar los lugares donde no quieren nada de mí. Todo se simplifica enormemente. ¿Soberbia? ¿Misantropía? ¿O simplemente la sofisticada necesidad de no tener que responder, de contemplar el mundo desde la transparencia propia? Debería penalizarse al solicitante contumaz, al incapacitado para la soledad, al temeroso de su propio silencio.

La nostalgia de no ser requerido, interpelado, juzgado. Y luego, el difícil cumplimiento de ese deseo otorgado con desmesura, para el que descubrimos que ya no estamos preparados después de tanto tiempo de inactividad interior.

Quieres entenderlo todo. No has entendido nada. La mayor parte del mundo es ininteligible. Está ahí, como una superficie insondable, ofreciéndonos su misterio, despertándonos un corto deseo de penetración, finalmente vencido por la asunción de una extrañeza que nos resulta próxima, conocida en su amago de transferencia, en su irisada prontitud estallándose en nuestros ojos. Lo que no entendemos, pero intuimos, nos aporta una íntima valía, aquella que nos engrandece en el interior de nuestra reconocida pequeñez, en nuestra razón de ser en el mundo.

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