Levedad en metro

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Ilustración sobre Inna Afinogenova: Tren Akbarel, en El País. / Paula Esfra.

Olvidar que el tiempo pasa implica preservarlo levemente.

Se ingresa al metro, según la instrucción, con firmes dosis de rebumbio y torpeza. Se comprende que, en efecto, es como un juego: se arma el juguete ―cuyo visor recela fanáticamente― y se esparce a modo de prueba y párpado: tan rápido que desaparece. Se sale de meta. (Si se llega a la estación: se gana. Si se pasa de largo: se pierde). Se convoca ―y se es convocado― la reunión apócrifa. (Extraños que se hilan a través de miradas etéreas ―tan vaporosas y breves― y entre sueños de angustia y celo). Una vez nombrados, se opta por evocar el mandato, y sellarlo a la tierra. Se pierden las formalidades, que suscitan amoldarse esquivamente vacías ―no por ello con menos hondura― hasta que alguien las recibe. Se devuelve así el reto: con trayecto veloz y afán de figura caramelizada, a veces con reembolso de tristeza. Y el metro coge la curva. Chirría, como chirrían las entrañas de la vida. Atragantada la garganta en el revuelo pasajero, se sale del vagón. Entonces, el que ingresó se deja llevar, y el juego continúa. Pero todo queda atrás, incluso quien se ha sido. (Se quedan los rostros que se olvidarán. Se queda ese laberinto de siluetas dementes y la compresión de espacios breves y escogidos). Y se sospecha que eso es la desmemoria: un trayecto de metro y el punto intermedio, recluido y en pausa, de nuestro tiempo. Transitorios siempre entre la fiereza y el afecto, entre la realidad y la historia subterránea. Ese postín del que no se sale y del que se es personaje y narrador. Un trayecto extranjero. La levedad de ir en metro. Jugar. Volver. Da lo mismo: olvidar que el tiempo pasa implica conservarlo levemente.

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