El crimen del rey David

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El baño de Betsabé, de Sebastiano Ricci.

Un aire caliente venteaba de vez en cuando, entrando por la terraza del balcón y moviendo las cortinas blancas; a lo lejos se escuchaba el resoplar del viento. El caballo del sol todavía galopaba.

Ten piedad de mí, oh Dios, en tu bondad,

por tu gran corazón, borra mi falta.

Que mi alma quede limpia de malicia,

purifícame de mi pecado.

Salmo 51, 3,4.

 

El rey se encontraba en su aposento. Estaba acostado con el rostro sobre el lecho de sábana tinta. Llevaba sus vestidos blancos y las sandalias no se las había quitado; no dejó que le lavaran los pies; había ordenado que nadie se acercara. Un aire caliente venteaba de vez en cuando, entrando por la terraza del balcón y moviendo las cortinas blancas; a lo lejos se escuchaba el resoplar del viento. El caballo del sol todavía galopaba.

Un jovencito rubio y de buen aspecto entró en al aposento. Llevaba vestidos y morral de pastor. Pisaba tan sereno que el rey no sintió su presencia. Recorrió con la vista los muros altos, el tapete rojo de bordados negros y dorados que se extendía varios metros por un costado del lecho, el espejo de oro pulido donde vio reflejada la terraza abierta y, más allá, las azoteas del caserío que se extendían a lo largo y ancho de la ciudad.

  —Mi rey —habló sin temor.

  —¿Acaso no pedí que nadie interrumpiera? —dijo el rey, sin quitar el rostro del lecho y con una voz ofuscada.

  —Has de recibirme, oh rey —dijo el jovencito, que permanecía de pie frente al lecho.

  —¿Sabes que entrar al aposento del rey sin aviso merece la muerte? —dijo el rey, abatido y sin humor alguno. Esta vez su voz fue débil—. Ahora sal de aquí, que hoy no se derramará ni una sola gota de sangre en Jerusalén.

  —Suficiente hay con la del hitita. Esposo de Betsabé.

  El rey se volvió de rostro completo, se incorporó entero sobre el lecho:

  —Quién eres muchacho —preguntó sorprendido, el rostro expectante, los labios abiertos en medio de la abundante barba.

  —Yo habría querido que no lo matáramos.

  —Quién eres muchacho —insistió el rey, más desconcertado.

  —Oh, mi rey, ¿acaso me has olvidado? —contestó por fin el jovencito—. Hace muchos años peleamos con un guerrero de más de dos metros; salió de entre las filas de los filisteos; insultó al Dios vivo, Yavé de los ejércitos. Después de hundirle una piedra en la frente, con su misma espada le cortamos la cabeza, ¿lo recuerdas?

  —Oh, ángel de Dios —dijo el rey, postrándose con el rostro al suelo—, es justo que descargues la ira sobre mí —y se echó a llorar amargamente—.

  El jovencito se acercó, se sentó sobre el tapete rojo. Acarició los cabellos del rey:

  —No soy un ángel, mi señor —y sin dejar de consolar la cabeza del rey, agregó—: soy tú, el niño que aún vive; aunque hayas olvidado los días en que cuidábamos rebaños; matábamos osos y leones cuando atacaban a los animales de nuestro padre.

  —¿Acaso Dios me atormenta con mi pasado? —el rey quitó su rostro del suelo, miró los bellos ojos del joven.

  —No. Yo siempre he estado en ti.

  El rey tomó con sus manos el rostro del joven y le besó una mejilla:

  —¡La amo, la amo! —gritó el rey. Dulcemente y con angustia al mismo tiempo, agregó—: yo sólo paseaba por la terraza, y se veían los caseríos como siempre, y de pronto ahí estaba en su patio…

  —Lo sé, lo sé —dijo el jovencito, viendo los ojos brillosos y rojos del rey—. Yo también la amé desde que la vimos bañándose.

  Y abrazándolo con amor, desapareció en los brazos del rey.

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