Baltasar Gracián: citas para recordar y analizar

Retrato y cita de Baltasar Gracián.
Retrato y cita de Baltasar Gracián.

Fue un perspicaz filósofo. También un jesuita y escritor español del Siglo de Oro que cultivó la prosa didáctica y filosófica. Volvemos a analizar algunas de sus citas.

Baltasar Gracián: citas para recordar y analizar

Baltasar Gracián y Morales fue un jesuita y escritor español del Siglo de Oro que cultivó la prosa didáctica y filosófica. Volvemos a analizar algunas de las citas de este perspicaz filósofo:

> Todos codician, con descontento de la propia, la felicidad ajena.

La felicidad propia es perceptible con demasiado detalle. Se ven en ella los inmediatos desfallecimientos, las carencias, los temores. La felicidad ajena se percibe en su cribada densidad, en la concentración purificada de contradicciones, en la imagen exenta de inoportunos extravíos, en la careta social creada desde la posición indefensa. La felicidad de los demás tiene esa misma textura de las perspectivas con las que fundimos nuestro pasado, esa optimización que prestan las antologías, la ignorancia o el olvido;  es ese camino aceptado que permanece, que es enlace de los puntos más álgidos y más congruentes, en detrimento de las simas que siempre acuden a nuestro itinerario y que aún sabiéndolas reveladoras las condenamos a los vertederos de la vida.

> Más vale el buen ocio que el negocio. No tenemos cosa nuestra sino el tiempo.

Para mí, son los mayores lujos el espacio propio y el tiempo protegidos de injerencias. Pero hay quienes nada tienen que perder si se difuminan en tareas alienantes que canjean por bienes estipulados como codiciables. Detesto esos lujos pérfidos, ajenos, infructuosos. Pero hay quien se siente más cuando poseedor de aquello que oculta su condición insignificante. Su forma de sentir está siempre pendiente de una elaboración programada por la dictadura de las sugeridas tendencias. Siempre mejor el ocio que el negocio, aunque a menudo no haya más remedio que ser secuestrados en trabajos alimenticios. Y el ocio, no diluirlo, no caer bajo la hipnosis preponderante.

> Lo bueno, si poco, dos veces bueno.

Lo he dicho siempre de los libros, pero también de los gratos encuentros. No es que me hastíe, es que preciso la renovación de los ímpetus y las intenciones. Y me pasa igual con un autor. Pese a que me guste, salvo que me ofrezca obras muy dispares, no suelo volver a él para que me diga casi lo mismo. Preciso de la frescura, de la renovación creativa, aunque no a cualquier precio. Aspiro a enriquecer mi visión incorporando el mayor número posible de incursiones distintas. No hay que desperdiciarse en la demora en un mismo ángulo. Sin embargo, a las relaciones humanas hay que conferirles un valor aparte, el de su grado de afectividad, de intercambio de efusiones que alivien el frío de la incomunicación irresoluble.

Lo extenso suele ser redundancia, dejación en el cumplimiento de lo que, aunque no es radicalmente nuevo, podamos sentirlo como tal, como añadido matiz a nuestra escueta visión del mundo.

> Pésele de que sus cosas agraden a todos, que es señal de no ser buenas: que es de pocos lo perfecto.

Lo mejor no gusta a pocos porque sea bueno sino porque pertenece a un apartado ámbito de la sensibilidad situado en otras profundidades. Aunque, algunas veces, lo más genial produzca una conexión más amplia, tal vez porque se aúnen una rara simplicidad y una emoción reconocible. Porque estamos hablando de arte, y no de un producto meramente consumible. Estamos hablando de aquella forma de expresar el sentimiento de la vida transgrediendo las miradas gastadas, un lenguaje que requiere de un primer esfuerzo de habituación a los nuevos códigos, una aceptación de que en el mundo son también realidad otras sutilezas que comparten el espacio de lo que nos viene dado.

Pero lo que gusta a todos no tiene por qué ser malo. Tal vez no sea puro arte, sino una celebración popular de la vida o de la muerte, una forma de compartir aquellas emociones en las que no nos distinguimos, de confluir en una visión hermanada de la vida, sin preguntas arriesgadas.

> Mayor gusto es hacer bien que recibirlo, para grandes hombres, que es felicidad de su generosidad.

Hacer el bien cuando no nos lo mandan. Querer cuando es posible. Dejar que una visión compasiva se haga nuestra. O pensar que se hace justicia denegando las posibilidades de la desfachatez, del abuso a que tiende el mal prójimo. Escrutar las diferencias entre el ser desvalido y el ser aprovechado. No ser tan egoístas de buscar nuestra confortación en la buena acción indiscriminada, sino procurar hacer justicia con la selectiva y certera aplicación de nuestra bondad.

Recibir el bien nos reconcilia con lo humano. Pero hay que recibirlo por solidaridad, por compasión, por alegría, aunque denote alguna insuficiencia nuestra; y no por interés, lo que revierte el reconocimiento moral tornándolo descrédito del otro, aunque constatemos ahí un apetecible poder mundano.

> Topar luego con lo bueno en cada cosa. Es dicha del buen gusto. No hay cosa que no tenga algo bueno.

Sí, lo bueno en cada cosa, en cada día, ¿en cada momento? Muchos gérmenes de felicidad duradera suceden en circunstancias adversas y en muchos nombrados paraísos conocemos frutos  malvados. Encontrar lo bueno de cada cosa depende de la interpretación, pero también de lo extensivo del mirar, de lo comprensivo de la recepción que hacemos de lo imprevisto. Porque tendemos a considerar lo bueno solo a aquello establecido previamente, sin posibilidad de surgir en territorios desechados.

> Somos tan limitados, que creemos siempre tener razón.

Pretender tener razón ante el otro, o ante nosotros mismos, es de una estupidez meridiana, acorta las posibilidades de seguir indagando. Pretender que lo correcto es desocratizarse, invertir la sabiduría del "solo sé que no sé nada". Tener razón es vencer, pero ¿a quién? A los demás tan solo o también a quien quiere crecer dentro de nosotros mismos. ¿No es truncar nuestro conocimiento, fijarlo en conclusiones caducas?

> Visto un león, están vistos todos, pero visto un hombre, solo está visto uno, y además mal conocido.

Los hombres son el mismo y muy distintos a la vez. Simplificando, se los puede hacer confluir  en varias tipologías. El hombre es esperable y no lo es. Hacernos una idea profunda de él es reducirlo a una lógica inverosímil. El optimismo o el pesimismo respecto a él nos ciegan. Pero es cuestión de supervivencia mantener cierto grado de candidez consabida. El adulto es apenas modificable, está encapsulado en los resortes de su ser. Proviene de antes de sí mismo, pero también lentamente se va haciendo en las fricciones con la vida. A menudo sus actos lo contradicen, responden a mandatos ineludibles que se resisten a una voluntad más serena.

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