Ausencias de paso

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Jacques-Louis David: La muerte de Marat (1793). Óleo sobre lienzo. / Museos Reales de Bellas Artes de Bélgica, Bruselas.

Uno debe tolerar que lo absorba el recuerdo de sus muertos si así la ausencia se le hace más liviana y soportable.

Los que ansiamos robustecer el legado de lo habitual sabemos que, cada 1 de noviembre, debemos acudir a rememorar a los que llevan ya harto tiempo vertidos en sus lechos, sepultados y apilados, o empolvados si ha sido la voluntad de sus allegados hacerlos ceniza. Quienes allí nos congregamos, en el cementerio, advertimos que todo está más limpio e iluminado que antaño, ornamentado en exceso para acrecentar el recuerdo de los que ya no están: por él transitan familias que suscriben ser menos ajenas entre sus integrantes, reuniéndose y adquiriendo cierto barniz folclórico y festivo, con individuos de edades múltiples que arrejuntan personajes variopintos: aquellos a los que no se frecuenta comúnmente, y que valoran la ocasión para situarse en torno a la habladuría.

Entonces, casi de improvisto, comprendemos que el universo de los vivos descorcha un poco el fin real de ese día: honrar a los muertos.

El día, que ya se ha gestado con antelación, comprende jornadas pasadas y candentes en las que debemos asegurar una adecuada limpieza del sepulcro, estructurar la visita y encargar las flores al mejor postor. Entonces, casi de improvisto, comprendemos que el universo de los vivos descorcha un poco el fin real de ese día: honrar a los muertos.

Sin embargo, hace ya unos años que observo cómo algo mágico se manifiesta en el discurrir del 1 de noviembre. Instantáneamente sucede que, de entre lo trágico de recordar a quien ya no está, va surgiendo una luminosidad generalizada que exime a la gente de sufrir tristeza, desamparo o desazón.  De súbito, ya no hay lloro ni soledad ni desasosiego. A pesar de la laboriosidad de domar a la memoria, el cementerio se troca en una comparsa de visitadores de losas que descoyuntan la pena y que, según el transcurrir de la jornada, son felices de honrar a los que otrora los acompañaron.

Deformados en fotografías, levemente jóvenes, o viejos y ya desamparados del mundo, sabemos que si nos detenemos en rehuirlos la ausencia será mayor.

Entonces lo comprendo. Uno debe tolerar que lo absorba el recuerdo de sus muertos si así la ausencia se le hace más liviana y soportable. Esos personajes que han transitado por nuestras vidas y que, de vez en cuando y a tientas, se oponen al principio de los desaparecidos para retornarnos su imagen: aun con los rasgos entumecidos y bifurcados, aun sin voz ni aspaviento de querer comunicarse. Aun siendo parte de una ensoñación que no sobrepasará la memoria de la noche y a la que acudiremos para seguir haciéndolos partícipes de nuestras existencias.

Deformados en fotografías, levemente jóvenes, o viejos y ya desamparados del mundo, sabemos que si nos detenemos en rehuirlos la ausencia será mayor. Ahí, solos y de paso, enterrados en un cementerio de vacío y piedra, silbados por un viento que desflora sus ramos, se aposentan nuestros muertos. Nacemos con ellos ―escribió T.S. Eliot―: “ved, ellos regresan, y nos traen consigo”. @mundiario

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