La fractura de España solamente perjudica a las clases medias y a los más pobres

Manifestación en Cataluña en 2017. / RR SS
Sea como fuere, la fractura entre Madrid y Cataluña ya es una realidad. / RR SS

Lo que sucedió el 1 de octubre en Cataluña no es el peor de los escenarios que nos espera en un país, cuyas instituciones están deslegitimadas.

La fractura de España solamente perjudica a las clases medias y a los más pobres

El día que murió David Bowie, uno de los hombres más guapos y con mayor talento creativo que se hayan conocido, llegó Puigdemont al poder.

Lo sucedido en Cataluña el pasado 1 de octubre puede ser una fiesta de pijamas comparado con los escenarios que se plantean en un futuro, donde los españoles podemos perder todos los derechos que se consiguieron hace décadas, no solo a nivel nacional, sino también a nivel europeo.

Las reivindicaciones de los partidos de izquierda nacionalista que se han permitido el lujo de poner al Estado contra las cuerdas están desacreditadas, cuando, en sus filas, aceptaron, desde el primer momento, a Artur Mas, esto es, se resignaron a comulgar con la derecha del pujolismo para lograr la autodeterminación.

Esa realidad política confirma lo que llevo sosteniendo en muchos de mis artículos desde hace varios años: ser de izquierdas es incompatible con ser nacionalista, cuya simiente es distanciarse del otro desde la supremacía moral y étnica.

Parece claro que nos encontramos ahora mismo con una fractura social que supera los límites políticos y territoriales de Cataluña. Y son muchos los ciudadanos que no tenemos cabida en el discurso pseudoprogresista de ese nacionalismo ni tampoco en un Estado de Derecho, cuya falta de regeneración democrática lo deslegitima comenzando por la Monarquía para terminar con la partitocracia de ayuntamientos y diputaciones.

Vivía yo en la ilusión de que, desde finales de los setenta hasta mediados de los noventa, se había hecho un esfuerzo importante para que España fuese un ejemplo de convivencia pacífica entre diversas culturas. La crisis económica ha puesto en evidencia la deriva de una serie de corruptelas internas a nivel nacional, también en Cataluña, que parecen habernos conducido a una pasotismo político que se evidenció en ese vergonzante espectáculo del pasado domingo, donde no faltaron el dolor y la desolación. Pero tengo claro que, pese a todo, Junqueras y Puigdemont van a ir a por todas, porque sus carreras políticas y profesionales ya están amortizadas.

Habrá Declaración Unilateral de Independencia en los próximos días y entonces asistiremos a una coyuntura donde un Gobierno del PP en minoría tendrá que demostrar hasta dónde es capaz de intervenir, con o sin apoyos de los otros partidos. En caso de la aplicación del artículo 155, Puigdemont lo tiene claro: aprobará una Asamblea Constituyente, aunque tenga que montarla en el césped del Nou Camp. 

Pero ese Romanticismo tiene dos peligros: es adictivo y tiene siempre un fatal desenlace. Si algo me ha enseñado la Historia de la Literatura, es que las mayores crisis europeas han venido marcadas por dos estigmas: el concepto de culpa y la búsqueda de la identidad. Basta con leer a Kafka o a Tolstói.

Lo que me duele es que yo no tengo cabida en este contexto.

Después del Desembarco de Normandía, después de cuarenta años de Dictadura, donde mi abuela materna no recibía ayuda siquiera de Cáritas por ser mujer separada, después de que mis padres trabajasen sin derechos en una fábrica por un sueldo de mierda, no pienso vivir en algo parecido a una Confederación de pequeños Estados. No. Porque el pensamiento de muchos como yo está en Europa y en esa desaparición progresiva de fronteras, que ha logrado una globalización  con una capacidad de movilidad geográfica y de intercambios culturales y económicos acojonante, pese a no ser, en muchas ocasiones, lo igualitaria que desearíamos.

Lo que me duele es que no tengo cabida en un país con una Cataluña socialmente fracturada y en una España, cuyas instituciones son un fracaso desde hace más de una década cuando la representación democrática se ha convertido en una clase de feudalismo. La lucha de izquierdas y de muchas plataformas debe estar en hacer posible que las instituciones funcionen para crear una sociedad más justa e igualitaria, al margen de fronteras y búsqueda de identidades.

La lucha por el independencia no es la solución para que las instituciones funcionen democráticamente. El Romanticismo y la República no nos van a salvar, ni la Comuna de París, ni el chavismo. Ni siquiera el capitalismo. Lo que puede salvarnos de esta ruptura de la convivencia, que supondría el empobrecimiento progresivo de las clases medias y de los obreros, es la lucha por la regeneración democrática. Los enemigos no son la Constitución, ni España como nación, ni los catalanes. Los enemigos son quienes arbitran los partidos políticos actuales y dirigen las instituciones que dicen representarnos.

Los analistas están siendo muy prudentes estos días, pero yo no voy a serlo. Me preocupa mucho otro nacionalismo que supera cualquier reivindicación independentista; se llama "mercados". Y están aguardando a que se produzca la balcanización. Fondos buitres y especuladores se van a forrar con esa división territorial, si se produce. Me consta que la están deseando. Grecia y Eslovaquia pueden ser Saint Tropez al lado de nosotros. Y entonces, ¿dónde quedarán los pensionistas, los obreros, los pequeños empresarios que suben la persiana de su taller cada mañana? 

Hay deportistas, directores de cine y actores que se cagan en España, pero ellos no tienen la nómina que tengo yo a final de mes. Porque, tras la ruptura territorial y  política, mi nómina con la que doy de comer a mis hijos será la primera en caer. Y después la tuya, y la de aquel, y la de aquel otro. Y dará igual la República, las fronteras, los símbolos, los sentimientos. No habrá piedad ni vuelta atrás y entonces será cuando la gravedad del 1-O nos parezca un mal menor frente a ese presente glacial. 

Pero este tampoco será el peor de los escenarios, sino que, ante una balcanización de los territorios, la influencia internacional de esos supuestos Estados serán ceniza entre las yemas de nuestros dedos. Y no quedará otra cosa que rezar para que el Norte de África no nos mire como Jerjes I miró a las ciudades griegas.

Creo que, ahora más que nunca, son importantes los lazos culturales: escritores, artistas, profesores y universidades tienen una responsabilidad moral con todos nosotros, inédita hasta ahora. No queda otra que establecer lazos de afectividad entre Cataluña y España a través de la cultura, a través de la literatura, a través de un compromiso intelectual que no transija con la mediocridad política y endogámica de unos dirigentes que no nos representan y que tampoco pueden actuar como interlocutores dentro de esta confrontación social.

Comentarios