¿Tiene vigencia el pensamiento de Ortega y Gasset sobre el “problema catalán”?

Ortega y Gasset.
Ortega y Gasset.

Al final de aquel impecable discurso del 32, cuya lectura completa recomiendo, quiso lanzar un gran mensaje de esperanza. Sus palabras siguen sonando con la misma vigorosa vigencia.

¿Tiene vigencia el pensamiento de Ortega y Gasset sobre el “problema catalán”?

Al final de aquel impecable discurso del 32, cuya lectura completa recomiendo, quiso lanzar un gran mensaje de esperanza. Sus palabras siguen sonando con la misma vigorosa vigencia.

Llama mucho la atención que, aparte de una cierta ambigüedad en su discurso, estén apareciendo intelectuales que, sin pronunciarse abiertamente por la secesión de Cataluña, se doten en sus análisis de argumentos que reproducen determinados tópicos de la causa nacionalista radical. Tal es el caso de culpar a Madrid de todas las desgracias de Cataluña; referirse al “anticatalanismo creciente” que, según ellos, emerge en la sociedad española, o considerar que el Estatuto aligerado por el Tribunal Constitucional era una pieza maestra y rebajarlo ha sido una nueva afrenta histórica a un pueblo sometido, cuyas ansias de libertad vuelven a ser cercenadas. Aquel estatuto es en gran medida responsabilidad, por no decir toda, del entonces presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero, autor de frases de tanto ingenio como que “el concepto de España es discutido y discutible”, “Soy tan liberal que soy casi libertario” o “manden lo que sea que Madrid lo aprobará”. Y claro, lo mandaron. Y el Tribunal Constitucional hizo lo único que cabía hacer. Pero ahí quedó ese recurrente argumento para uso repetido. Para superarlo hay que considerar que en el futuro, diga lo que diga el TC a Cataluña no le sirve, si no les dan la razón.

Estos días he vuelto a leer lo que, a mi entender, es el mejor enfoque sobre lo que él mismo calificó como “el problema catalán” con el que hay que acostumbrarse a convivir. Me refiero al discurso de don José Ortega y Gasset ante las Cortes Generales de la II República el 13 de mayo de 1932 en la discusión del proyecto de Estatuto para Cataluña.

Dijo Ortega: “Yo sostengo que el problema catalán, como todos los parejos a él, que han existido y existen en otras naciones, es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, y al decir esto, conste que significo con ello, no sólo que los demás españoles tenemos que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás españoles”.

¿Ha cambiado algo desde entonces? Unos se empeñan en que no, otros creemos que sí. Cataluña, como sujeto político, goza de un autogobierno del que no disponen incluso territorios de estados federales. Pero se empeñan en seguir la misma cantinela, porque el objetivo no más autogobierno, sino la independencia. Eso está claro.

El mismo Ortega nos sigue enseñando: “¿Qué es el nacionalismo particularista? Es un sentimiento de dintorno vago, de intensidad variable, pero de tendencia sumamente clara, que se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir aparte de los demás pueblos o colectividades. Mientras éstos anhelan lo contrario, a saber: adscribirse, integrarse, fundirse en una gran unidad histórica, en esa radical comunidad de destino que es una gran nación, esos otros pueblos sienten, por una misteriosa y fatal predisposición, el afán de quedar fuera, exentos, señeros, intactos de toda fusión, reclusos y absortos dentro de sí mismos”.

Pero, ¿dónde está ese pueblo, quienes son esos catalanes tan diferentes del resto de los españoles que algunos reclaman como sujeto político de conjunto? ¿Acaso los que tengan dieciocho apellidos catalanes, los descendientes de los franceses importados en el periodo carolingio, los sucesores de la “Marca Hispánica…”. Hoy forma parte de ese pueblo, y se residencia en el nacionalismo radical, una nada desdeñable masa “charnega” (según el lenguaje ahora restringido del nacionalismo patriótico) de hijos y nietos de murcianos, andaluces o extremeños, como denotan sus apellidos y su afán de conversos, mientras otros miles de catalanes de estirpe vernácula quieren seguir siendo españoles como los demás. Por no decir que ya se convocan como futuros padres fundadores de la nación catalana a pakistaníes, marroquíes o biafreños.

Y la historia quiere repetirse, como dice Ortega:

“Y así, por cualquier fecha que cortemos la historia de los catalanes encontraremos a éstos, con gran probabilidad, enzarzados con alguien, y si no consigo mismos, enzarzados sobre cuestiones de soberanía, sea cual sea la forma que de la idea de soberanía se tenga en aquella época: sea el poder que se atribuye a una persona a la cual se llama soberano, como en la Edad Media y en el siglo XVII, o sea, como en nuestro tiempo, la soberanía popular. Pasan los climas históricos, se suceden las civilizaciones y ese sentimiento dilacerante, doloroso, permanece idéntico en lo esencial. Comprenderéis que un pueblo que es problema para sí mismo tiene que ser, a veces, fatigoso para los demás….[…]

Ortega no elude el problema, del mismo modo que señala que, entonces, como ahora, hay catalanes que, deseando seguir siendo unos españoles más, han evitar manifestarse como tales ante la marea de nacionalismo desatada, en todo caso, por una minoría, por mucho que sean. Aparte de las evidencias surrealistas de nuestros días, en que aparezcan andaluces o hijos de andaluces, adecuadamente jaleados por TV3 manifestando no ya rechazo, sino odio a España y a lo español. Es la vieja cantinela de los conversos de todos los tiempos.

“Reconozcamos  -dice Ortega- que hay de sobra catalanes que, en efecto, quieren vivir aparte de España. Ellos son los que nos presentan el problema; ellos constituyen el llamado problema catalán, del cual yo he dicho que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar. Y ello es bien evidente; porque frente a ese sentimiento de una Cataluña que no se siente española, existe el otro sentimiento de todos los demás españoles que sienten a Cataluña como un ingrediente y trozo esencial de España, de esa gran unidad histórica, de esa radical comunidad de destino, de esfuerzos, de penas, de ilusiones, de intereses, de esplendor y de miseria, a la cual tienen puesta todos esos españoles inexorablemente su emoción y su voluntad. Si el sentimiento de los unos es respetable, no lo es menos el de los otros, y como son dos tendencias perfectamente antagónicas, no comprendo que nadie, en sus cabales, logre creer que problema de tal condición puede ser resuelto de una vez para siempre. Pretenderlo sería la mayor insensatez, sería llevarlo al extremo del paroxismo, sería como multiplicarlo por su propia cifra; sería, en sum hacerlo más insoluble que nunca”.

Ya al final de aquel impecable discurso, cuya lectura completa recomiendo, Ortega y Gasset quiso lanzar un gran mensaje de esperanza. Sus palabras siguen sonando con la misma vigorosa vigencia:

“El nacionalismo requiere un alto tratamiento histórico; los nacionalismos sólo pueden deprimirse cuando se envuelvan en un gran movimiento ascensional de todo un país, cuando se crea un gran Estado, en el que van bien las cosas, en el que ilusiona embarcarse, porque la fortuna sopla en sus velas. Un Estado en decadencia fomenta los nacionalismos: un Estado en buena ventura los desnutre y los reabsorbe. Tenía gran razón el señor Cambó en este punto, más razón que muchos representantes actuales de Cataluña, cuando decía que el nacionalismo catalán solo tiene su vía franca al amparo de un enorme movimiento creador histórico. El proponía lo que llamaba iberismo, y yo en punto al iberismo estoy en desacuerdo con él, pero en el sentido general tenía razón. Lo importante es movilizar a todos los pueblos españoles en una gran empresa común. Pero no hace falta nada de «iberismo»; tenemos delante la empresa, de hacer un gran Estado español. Para esto es necesario que nazca en todos nosotros lo que en casi todos ha faltado hasta aquí, lo que en ningún instante ni en nadie debió faltar: el entusiasmo constructivo. Este debe ser el supuesto común a todos los grupos republicanos, lo que latiese unánimemente, por debajo o por encima de todas nuestras otras discrepancias; que nos envolviese por todos los lados como el aire que respiramos, y como el elemento de todos y propiedad de ninguno. La República tiene que ser para nosotros el nombre de una magnífica, de una difícil tarea, de un espléndido quehacer, de una obra que pocas veces se puede acometer en la Historia y que es a la vez la más divertida y la más gloriosa: hacer una Nación mejor”.

Es evidente que don José sabía entender el problema.

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