Hace doscientos años, Ferrol ya lloraba y sangraba por sus astilleros

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La Maestranza del Real Arsenal de Ferrol en el siglo XVIII.

Al hilo de la crisis del sector naval gallego, el autor hace un repaso de las azarosas vidas de quienes trabajaban, hace más dos siglos, en el Astillero de Ferrol.

Hace doscientos años, Ferrol ya lloraba y sangraba por sus astilleros

En 1751, el marqués de la Ensenada, Zenón de Somodevilla, urgía a Fernando VI a potenciar la Marina Real. Un imperio en el que aún no se ponía el sol necesitaba una armada que pudiera defender la metrópoli y sus colonias. Si Ensenada urgía a su rey, era porque España no tenía más que un puñado de viejos galeones y galeras y destartaladas naves. Mientras, La Pérfida Albión acechaba en los mares conocidos, "del uno al otro confín", con navíos de línea bien artillados y atendidos.

Cuando, en la segunda mitad del siglo, por fin estuvieron listos el arsenal de Ferrol y el astillero de Caranza, William Pitt, el ministro inglés, declaró asombrado que si Gran Bretaña tuviera unas instalaciones como las ferrolanas, "su gobierno las habría rodeado con una muralla de plata". De Ferrol salió lo que se llamó El Apostolado, doce flamantes navíos de línea –de 68 y 74 cañones– que, paradójicamente, no llevaban los habituales nombres de santos; eran tiempos ilustrados, claro.

Hasta aquí las luces que tanto gustan a ciertos historiadores, columnistas, contertulios y ex ministros. Las sombras del astillero ferrolano en aquellos tiempos de despotismo ilustrado ocultan, en cambio, mucha miseria: retrasos en el pago de salarios, impuestos asfixiantes, jornadas inhumanas, pobreza, hambre, maltrato, limpiezas étnicas, motines, represalias y ruina final. Todo ello en una ciudad que carecía de todo, que debía importar lo básico y que era de jurisdicción castrense.

Se nos llena la boca, con cierta irreflexión, al hablar del brillo de la Ilustración española y de sus ¿logros?, sin pararnos a pensar que si en España hubiéramos tenido una Ilustración a la francesa, no habríamos sufrido a Fernando VII y todo lo que vino detrás, incluida la sospecha de que una infanta haya podido meter mano en el dinero de todos. Discúlpenme el lapsus, estábamos hablando de Historia y lo de Cristina aún no lo es, aunque ya se encargará la Fiscalía de que lo sea.

Puede que les parezca exagerado que hable de limpieza étnica. Pues por muy ilustrado que fuera, a Ensenada se le metió en la cabeza acabar con la raza gitana, literalmente. Separó a los hombres y a los niños de sus esposas e hijas, de sus madres y hermanas, y a ellos los mandó a los astilleros y a ellas a fábricas y presidios. En Ferrol acabaron muchos.

En 1752, cuando ya se construían los doce navíos de El Apostolado, tuvo lugar la primera huelga. Los maestros vascos, cántabros y catalanes –pocos gallegos querían trabajar allí– pararon porque les cambiaron el rico pan de Neda por pan de munición, mucho peor. La autoridad naval tuvo que ceder a las demandas de los trabajadores. Tras la hambruna gallega de 1767, los maestros de fuera se marcharon por la imposibilidad de alimentarlos.

Pero los atrasos en los pagos ya habían empezado en 1754. Llegaron a ser de tal gravedad que Ferrol se llenaba cada dos por tres de pasquines contra la autoridad militar. Los trabajadores navales le escribieron a Fernando VI, preguntándose "si por servir a Su Majestad en este oficio incurriéramos en algún crimen". En 1780, las demandas de los operarios del arsenal ferrolano al rey, que ya era Carlos III, seguían escribiéndose en los mismos términos.

No fueron raras en aquella segunda mitad del XVIII actuaciones hoy bendecidas por la reforma laboral del PP: la autoridad militar, magra de fondos y con atrasos acumulados, despedía a maestros y operarios y luego los volvía a contratar con salarios más bajos, que también se retrasaban. La gente se llevaba material para venderlo y poder comer o, cuando el hambre apretaba, amenazaban con pegar fuego a las maestranzas. Uno de los funcionarios reales llegó a decir que el sudor de los trabajadores de Ferrol "se ha de deber por la vía del temor".

 En febrero de 1810 la paciencia llegó al límite. Napoleón había invadido España y los recursos no llegaban. ¡Qué novedad! Los trabajadores y sus mujeres toman como prisionero al comandante general José de Vargas y lo matan a palos en el barrio del Esteiro. Una ferrolana, Antonia de Alarcón, es detenida y acusada de instigar al linchamiento: es ahorcada y su cabeza expuesta públicamente. En el mes de julio de aquel año se desmantela aquel primer astillero. En 1807 se había botado la última nave construida antes de la Guerra de Independencia: una goleta, La Cautela. Habrá que esperar dieciocho años para que se construya otro barco en Ferrol.

El primer astillero ferrolano fue obra de ilustrados como Ensenada o Jorge Juan, de los que hubiera hecho falta una auténtica legión, y bien armada, para llevarnos de verdad a la modernidad. No tuvimos muchos más. La verdad es que siempre hemos contado, más que con ilustrados emprendedores, con suicidas honorables, como el almirante Méndez Núñez. Ensenada le pedía barcos al rey porque "la Marina que ha habido hasta aquí, ha sido de apariencia"; a Méndez Núñez no le importaba hundirlos todos: "Más vale honra sin barcos que barcos sin honra". Hoy, en pleno siglo XXI, andamos justos de barcos – el portaaviones Príncipe de Asturias va al desguace– y de honra no les cuento: tocados y hundidos. En fin, que seguimos haciendo agua.

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