¿Es España una 'illiberal democracy'? (2): bienvenidos al nuevo (y viejo) autoritarismo

Los padres de la Constitución española de 1978.
Los padres de la Constitución española de 1978.

Partiendo de una Constitución no mala, pero que nunca separó suficientemente los poderes, comenzaron por entonces muchas sutiles técnicas de dominación y ataques a la división de poderes...

¿Es España una 'illiberal democracy'? (2): bienvenidos al nuevo (y viejo) autoritarismo

Partiendo de una Constitución no mala, pero que nunca separó suficientemente los poderes, comenzaron por entonces muchas sutiles técnicas de dominación y ataques a la división de poderes...

En realidad, como siempre, como con la desaparición del burro, lo que comentamos no es radicalmente nuevo; ni —en el caso de Wert— es sólo ocurrencia de un ministro particularmente polémico. Mirando hacia atrás, fácilmente se rastrea un hilo desde 1982. Partiendo de una Constitución no mala, pero que nunca separó suficientemente los poderes, comenzaron por entonces muchas sutiles técnicas de dominación y ataques a la división de poderes; en general suaves y legales, estilo “De la especie de tiranía a temer en las democracias” denunciada-profetizada por Tocqueville. Tras la efímera pero tímidamente liberal UCD, el nuevo y sofisticado autoritarismo arrancó con González, un seductor más absolutista que Luis XIV; después, más a “cara de perro” en la forma pero no más autoritarismo de fondo, con Aznar; luego con el prescindible pero destructivo Zapatero, y ahora con esa desgracia para Galicia, para la Universidad y para el constitucionalismo, el gobierno de Rajoy, actual regidor del protectorado alemán en el que ha parado España. La “illiberal democracy” parece quitarse la careta, cosa nada galaico-marianística; pero es que también se la quita la UE, y de qué manera.

De todos los hitos de esa marcha hacia el autoritarismo yo subrayaría el Felipismo y el momento actual. De éste aún no tenemos perspectiva, pero dudo que, cuando se pueda hacer, el juicio sea blando. Al Felipismo se debió (aunque, en justicia, no solo a él), domesticar la cultura, politizar la educación, la anestesiante penetración capilar en la sociedad civil, la consolidación de una partitocracia nunca vista, la desvirtuación del estado de derecho, con aquello de defenderlo también en las cloacas (con procedimientos de cloaca, se supone); la desindustrialización y, con ella, el paro crónico, además de un capitalismo feroz para aquellos tiempos. También murió (en cuanto estuviera viva) la independencia y suprapartidismo de las instituciones públicas pero no políticas, desde la TV al Museo del Prado y, por supuesto, la administración pública; sin excluir ni la justicia. Se implantó por aquel entonces un nefasto principio de gobierno, hoy universal: que la política pasó, de consistir en gobernar territorios e instituciones, a gobernar la vida personal de la gente, hasta sus actitudes personales; esto es, lo menos liberal en sentido propio que se pueda imaginar. También se sembró el cambio en la manera de entender los derechos, que ahora ya lleva tiempo florecido, y por eso el último grito en materia de libertades no es “vive y deja vivir” —frase que ya se oye poco— sino “conformáte al modelo antropológico, o de conducta, o de “ethos” supuestamente liberal, que hemos decidido desde arriba” (“arriba”: Madrid, Bruselas, algún tribunal-estrella supraestatal, algún redactor de nuevos derechos o re-interpretador de la Declaración de 1948; nunca nada realmente democrático, ni menos aun popular).

El caso es que —decíamos— no podemos esperar mucho de los pocos frenos y contrapesos de nuestra nada despreciable pero modesta carta magna. Y tampoco de la clásica e hispánica doctrina del tiranicidio, porque —aparte de que yo no terminaría de recomendarla—, el tirano de nuestra postdemocracia no es un César, contra el que podamos conspirar para los siguientes idus de Marzo, sino una constelación estatal-europea-transnacional-financiera-cultural sin rostro, y frente a la que no se puede hacer mucho, porque gobierna ante todo nuestras mentes, pero sí algo (que hay que admitir que quizá no hacemos); comenzando por algo tan sencillo como no creer lo que dicen; por ejemplo, que la crisis fue culpa de la gente corriente.

Por último: estas cosas no son blancas/negras. Como decimos aquí para todo, “depende”; no hablo de un autoritarismo cien por cien; eso ya sería totalitarismo. Indicios de totalitarismo también hay —ejemplo: el control de todas las comunicaciones de todas las personas—, y aumentan, pero quedan recovecos de libertad política —yo mismo estoy ejerciéndola ahora— si bien no como para tirar cohetes ni ponernos de modelo para nadie. La verdadera oposición al sistema entero es pequeña, emboscada y desarticulada, y el poder penetra hasta en nuestros ‘hearts and minds’, p. ej., con ocasión del nuevo terrorismo. Pero esto merece otro debate.

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